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Hay que reconocerlo. Bolaños no podía tener más razón cuando en ese discurso, probablemente inspirado en un manual de autoayuda en el que se felicitaba a sí mismo por la aprobación de Junts a su amnistía, nos explicaba que esta ley abría "una etapa histórica para nuestro país", una etapa de reconciliación, diálogo y concordia entre los españoles. Estamos, que duda cabe, en uno de los momentos más dulces de nuestra historia en lo que a buen rollo político y diálogo se refiere. No hay más que ver el nivel de armonía y entendimiento que se respira en las sesiones del Congreso y el Senado.
"¡Vergüenza!, ¡Vergüenza!, ¡Vergüenza! ¡El Negacionismo mata y ustedes son cómplices!", se desgañitaba la ministra de igualdad, superando todas las cotas de bochorno parlamentario imaginables en la historia de nuestra democracia moderna, en un parlamento convertido en una discusión de puerta de discoteca. Hasta un senador del PP llegó a decir esta semana eso tan típico de "¿por qué no bajan aquí y me lo dicen a la cara?", un poco eso de ¿a qué no me lo dices en la calle?
La brillante decisión de auparse a la presidencia con los votos de Junts, a cambio de ceder a todas sus exigencias y de construir un muro frente a "la fachosfera", para justificar amnistías y otras extorsiones, ha convertido nuestro sistema democrático en un lodazal pestilente y en un cacharro inservible incluso para vender por piezas en un desguace, porque todas están averiadas. Ninguno de los tres poderes de los que hablaba Montesquieu funciona ya en esta España que tanto ilusiona y emociona a Bolaños.
Vivimos en un país en el que el poder ejecutivo no puede gobernar, ni aprobar leyes, ni siquiera presentar unos presupuestos. Lo que vendría a ser, en palabras de nuestro presidente Sánchez, "un coche sin gasolina", él que tan partidario es de que los demás se desplacen en vehículos eléctricos mientras no se apea del Falcon o el Superpuma. Un poder ejecutivo que ya no puede ejecutar nada sin permiso de Junts, de ERC, del PNV y de Bildu, todos a la vez, algo inconcebible, porque según explica el propio Bolaños, "hay elecciones". Unas elecciones que aunque han sido anticipadas, estaban de todas formas previstas para final de año, pero con las que el PSOE no parecía contar, visto lo visto. Es lo que tiene querer gobernar con el horizonte de ir pasando la semana y la siguiente, ya veremos.
En España tampoco funciona el segundo poder, el legislativo. Por lo que parece, en esa noche del 23 de julio en la que Sánchez brincaba en el improvisado andamio de Ferraz, con la ministra de Hacienda y su señora, al grito de "somos más", lo único que esperaba del Congreso era que votase su investidura y aprobase la ley de amnistía. Puigdemont quería la amnistía y para ello tenía que hacer presidente a Sánchez. Sánchez quería ser presidente y para ello tenía que amnistiar a Puigdemont.
Ahí comienza y ahí acaba la historia de esta legislatura. Esas eran las dos tareas encomendadas a los representantes de la soberanía popular y una vez cumplidas ya se pueden tomar el resto del día libre. Naturalmente, seguirán teniendo que ir a fichar y Sánchez mantendrá abierto el palacio de San Jerónimo el tiempo que quiera. En realidad, esto sólo depende de él. Porque, aunque no le dejen gobernar, sus socios tampoco votarán una moción de censura, que en España no equivale a disolver las cortes y convocar elecciones, sino a elegir a otro presidente.
Lo que dure este despropósito depende sólo de la voluntad de Sánchez y ya sabemos que es muy fan de la resistencia. Y no me refiero a ese sutil e ingenioso programa de Broncano al que ahora quiere fichar la televisión pública por varias decenas de millones. Sánchez tiene una voluntad inquebrantable y es inasequible al desaliento, como ha demostrado con creces. Así que hacer cábalas sobre la duración de la legislatura es un ejercicio prescindible, que no sirve ni para pasar el rato y sólo puede conducir a la melancolía. Seguiremos así los tres años y medio con los que amenazan Sánchez y Bolaños, o tres meses, lo que queda de aquí al verano. Pero da lo mismo. De esto no puede salir nada bueno.
Según la Constitución, el Parlamento tiene varias funciones, como la potestad legislativa, aprobar presupuestos o controlar la acción de un Gobierno que responde "¡Ayuso!" a cualquier pregunta. Y a la vista está que no pueden ejercer ninguna de ellas. Ni podrán hacerlo mientras el "equilibrio político" dependa de los desequilibrados de los que depende. Ni siquiera Yolanda parece capaz de controlar a Sumar, si es que eso existe. Se le transfugan los de Podemos, más preocupados ahora por garantizar el suministro de cerveza en Garibaldi que la estabilidad del Gobierno del que ya no forman parte. Se le cruzan a Colau los cables de la venganza contra Collboni y funde los fusibles del gobierno catalán. Y hasta los de Compromís amenazan con mandarlo todo a la mierda si sigue adelante la ampliación del Puerto de Valencia, que Sánchez se comprometió a paralizar a cambio de los votos de los de Baldoví para su investidura. Es lo que tiene fiarse de las promesas de según quién.
Yolanda ha demostrado ser esa persona de confianza con la que "es un gustazo gobernar", como dijo Sánchez en la sesión de investidura. Otros la calificaban como la gran promesa de la izquierda o la mujer llamada a ser presidenta. De su actual irrelevancia no hay mejor ejemplo que verla ofrecer, por fin esta semana, los datos de los fijos discontinuos que no trabajan, y que los propios sindicatos sitúan por encima del medio millón. Cincuenta y pico mil dijo, citando unos datos del INE que no existen. Pero lo más notable es que ya nadie le hace ni caso y que sus extravagancias pasan totalmente desapercibidas.
Así que se ha abierto, que duda cabe, una etapa histórica en nuestro país, que ya puede presumir de tener un gobierno que no gobierna, un poder legislativo que no legisla y un poder judicial al que se acosa y al que se le impide juzgar. Un país en el que la necesidad de Sánchez echa virtud ha convertido a un fugado de la justicia tras dar un golpe de estado y malversar fondos públicos, que hasta el 22 de julio era prescindible carne de meme, en profeta del independentismo resucitado y en el árbitro a cuyas decisiones deben someterse todas y cada una de las iniciativas que este gobierno quiera poner en marcha.
Hasta el presidente de Cataluña y de ERC, que ya reclama la soberanía fiscal como paso previo a la soberanía política y a la independencia, quiere ahora erigirse también en árbitro de la gestión económica del resto de las comunidades autónomas de España, siempre con permiso del PNV, que no parece muy contento con los sueños húmedos del pequeño president con ocho apellidos catalanes. Aragonés i Garcia aspira a convertirse en una especie de hombre de negro de la Troika para decidir si el resto de las regiones españolas son dignas de recibir la solidaridad de Cataluña, eso sí, sólo hasta que sean independientes.
Y mientras tanto, Puigdemont anuncia que será candidato en unas elecciones que seguramente ganará un Salvador Illa que no podrá gobernar, porque eso incomodaría mucho a los socios de su jefe. Y todos sabemos que, aunque ya no mande en España, lo sigue haciendo y con puño de hierro en lo que en su día fue el Partido Socialista, ese que ahora ha situado a García Page en la periferia. Es el comienzo de una etapa histórica para España. Sólo nos queda poder disfrutarla tanto como Bolaños.
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