El Brindis
Un brindis delante de Edvard Munch, en Oslo.
“Autorretrato con botella de vino”, Munch, 1906. Óleo sobre lienzo.
El miedo, la incertidumbre, la desesperanza, todo me cabe en un instante que me acorrala, la fobia, el asilamiento, la soledad, todo se apodera de mí y penetra en mis huesos invadiendo cada rincón. Cada instante me recuerda que no puede ser y la luz al final del turno es negra, muy negra para esta tarde de verano.
Un dolor desgarrador me atraviesa el pecho, me apoyo en la profundidad de mi interior, en mis recuerdos, en ese brillo que brota de las entrañas, preso de una fatiga mortal. Lenguas de fuego como sangre cubren el fiordo negro y azulado de la ciudad, pero nada consuela la trágica huida a una muerta prevista, prematura y cruel, y ahí, con la única compañera de este viaje sin retorno, se va adormeciendo el tiempo.
A Odín.
Sé que estuve colgado de aquel árbol que el viento azota,
balanceándome durante nueve largas noches,
herido por el filo de mi propia espada,
derramando mi sangre por Odín,
yo mismo una ofrenda a mí mismo:
atado al árbol
cuyas raíces ningún hombre sabe
adónde se dirigen.
Nadie me dio de comer,
nadie me dio de beber.
Contemplé el más hondo de los abismos
hasta que vi las runas.
Con un grito de rabia las agarré,
y después caí desvanecido.
Nueve terribles canciones
del glorioso hijo de Bolthor aprendí
y un trago tomé del glorioso vino (*)
servido por Odrerir.
Obtuve bienestar
y también sabiduría.
Salté de una palabra a otra palabra
y de un acto a otro acto...
Hàvámál.
La botella llena de un Arvesolvet aromático, especiado, muy intenso. Sirvo lentamente el licor dejando que mi copa se impregne de los colores y sabores de los campos noruegos que tanto amo. Noto, con una intensidad extraña, que el alcohol se evapora, asciende por el aire quemándome los pensamientos y arrastrándolo todo. Soledad y angustia del vino atrapado en una botella, soledad y angustia de mis sueños atrapados en un cuerpo que no quiere vivir más. El color sangre del vino me recuerda que debo alejare de ahí, saltar al vacío de los pensamientos absurdos, dejarme llevar, huir. “Ataúdes vestidos de blanco” aparecen en el friso marchito de mi historia, tratando de iluminar lo perdido, intentando dar luz a la oscuridad sentida por mí yo profundo. La cabeza gira inestable, se mueve entre los vicios del cuerpo y el dolor salvaje del alma, entre el ser y el dejar de ser, entre morir sonriendo o vivir vacío de ganas.
Relleno nuevamente la copa, aspiro y siento, impregnándolo todo, cubriéndome de Arvesolvet, pero ni los efluvios del licor permiten variar mis pensamientos, salir del pozo profundo a donde siempre vuelvo. El tiempo pasa lento, mientras Grieg trata de regalarme la belleza de una “Mañana” alegre, lenta, suave, regada con su oboe, su clarinete y su flauta, de la dulzura que no encuentro en mí. Las notas se pasean virtuosas por la sala buscándome, el vino roza, casi imperceptible mis entrañas, la mañana se agota por el negro misterioso de mi interior. Busco, en “La canción de Solveig” los retazos perdidos de la niñez robada. Nada queda ya.
El fin de la botella anuncia, bajo el lamento de un piano marchito, el adiós a un cuerpo que quiere huir.
Brindo, mirando tus ojos perdidos, por el arte regalado, por el amor no dado, por el dolor sentido. Brindo por nada.
Nihil Obstat.
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