El Brindis
Un brindis con “La Gran Dama del Champagne”
Sentada en un imponente sillón de madera estilo Luis XV, Nicole Ponsardin Clicquot mira con gesto serio lo que ocurre a su alrededor. Sólo tiene 40 años, pero la vida ha envejecido su rostro y endurecido su carácter, aún así se muestra casi inflexible. Perfectamente vestida al uso y moda de la época, peinada con un moño estilo francés, y unos ligeros polvos en la cara nadie diría que es una “influencer” de su tiempo.
Suena, como un halo tenue atraído por el viento, el Concierto nº 5 de Buffardin y Nicole proyecta una leve sonrisa que pronto se tornará en rictus cuando EmmanuelleTouché golpea con la vara de madera el escritorio de la pequeña Clèmentine. Dos golpes secos, señal de que la niña debe empezar de nuevo desde donde el profesor le marca. Touché es el mejor profesor de todo Reims, no tiene duda, pero está dotado de la misma paciencia que su hija destreza para la música. Aun así, no piensa desistir en hacer de la jovencita una flautista de cierta habilidad. Al menos dedica su tiempo a algo más interesante que suspirar y pasearse por los salones sin rumbo fijo y pedir telas para que las costureras le hagan vestidos que llevar a fiestas.
No entiende a quién se parece esa muchachilla, ella, que tan fuerte se ha tenido que mostrar desde que siendo una joven esposa enviudase, se ha visto obligada a llevar las riendas de la empresa, a enfrentarse a un montón de prejuicios por ser mujer, a suplicar a su suegro una oportunidad y sacar adelante la vida y el trabajo de más de 75 familias y su hija, frívola, insensata y consentida apenas se interesa por la moda y los entresijos de una lejana corte con la que no puede nada más que soñar.
Otros dos golpes con la vara y vuelta a empezar, las semicorcheas se entremezclan e irritan al profesor que terminará partiendo la vara por evitar golpear a su alumna, aunque la madre sabe que en estos momentos es lo que más desea. Afortunadamente la clase termina y Touché salé apresurado para calmar su ira mientras Clèmentine acude corriendo a su dormitorio feliz de no tener que ver más al maldito profesor, es viernes y no reanudarán las clases hasta la semana siguiente. Tres días de libertad.
Madame Clicquot se levanta lentamente y coge de la champanera una botella especial. Ha pedido que se la enfriasen a primera hora de la mañana pues lleva toda la noche sin dormir por culpa de una nueva idea que le ronda en la cabeza. Hasta el momento nada de lo que intuye se ha mostrado fraude, por el contrario, ha sabido explicar a su suegro PhilippeClicquot su alianza con Alexander Fourneaux y establecer una nueva línea de distribución de sus vinos con Rusia incluso saltándose el veto del zar Alejandro I y ha visto como los rusos se enamoraban de su champán y pedían más. Ahora el reto estaba en una nueva idea, crear un vino Rosé que volviese loco al mundo. Los sueños, a veces se cumplen, y no había duda, este, se cumpliría.
Miró la botella, era casi perfecta, unos años atrás había llegado a un acuerdo con su socio y habían unificado el tamaño y la forma para controlar mejor la producción, para vender siempre al mismo precio y para ahorrar costes. Algo novedoso que había sido todo un triunfo pero que también le costó a la Dama mostrarse inflexible ante los rudos empresarios que la veían demasiado innovadora. Y ahora, viendo esa botella verde oscuro con un lacre amarillo estaba convencida de haber acertado plenamente. No tenía palabras para describir esa sensación de orgullo y placer que le recorría el cuerpo.
Se sirvió una copa. No era una gran bebedora, probaba alguna vez los vinos pero su refresco favorito seguía siendo el agua de limón endulzada con miel. Fría, refrescante, ligera. Aun así dio un sorbo y se sorprendió de las burbujas tan excitantes que recorrieron su cuerpo a esas horas de la mañana, y un breve recuerdo le llevó a sus días de noviazgo con François. Tenían sólo dieciséis años cuando se enamoraron, al principio solo fue un gran acuerdo entre dos empresarios, como era costumbre la hija del rico hombre del textil y el hijo del acaudalado bodeguero unían sus fortunas, pero pronto los jóvenes vieron las virtudes y la belleza del otro y formaron una bonita familia. Ella inteligente, luchadora, tenaz, él listo, hábil en los negocios y con don de gentes, juntos eran un complemento perfecto. Clicquot esbozó una melancólica sonrisa mientras la figura de su marido se perdía en la memoria.
Tenía que hacerlo por ambos, por el negocio, por ella misma; cambiaría el color de las botellas por otro más claro y haría que el champán tuviese un tono rosado que encantaría a sus clientes. Sonrió pues sabía que pocas veces desistía cuando tenía claro que algo podía funcionar. Y eso estaba asegurado.
Cogió de la librería “El avaro”, de Moliere, y abrió por la página 49, según la marca que había dejado el día anterior y se dispuso a tranquilizar su espíritu, luego continuaría con su proyecto, cuando la cosa estuviese sosegada. Así obraba siempre, pensaba una idea, la daba vueltas, la dejaba reposar y luego la llevaba a cabo. El método perfecto, pensaba.
“Valerio: No tengo nada que temer, y si sois de Nápoles, conoceréis sin duda a don Tomás de Alburci”.
Proverbial, sonrió. Tampoco tengo nada que temer.
Madame Clicquot tomó otro sorbo del espumoso que tenía delante, lo imaginó con el tono rosado que ella quería y soñó con sus vinos en todos los brindis de Europa.
El mío, un Veuve Clicquot Rich Rosé, para brindar por ella.
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